viernes, 28 de octubre de 2005

Haro, por Miret Magdalena

Eduardo Haro Tecglen, el último rojo

por Enrique Miret Magdalena (El País. 28-10-2005)

Así decía de sí mismo Haro Tecglen. Y es verdad porque él lo fue siempre, en lo que yo conozco desde la época de la revista Triunfo.
Se manifestó como un escritor colocado en la izquierda. Una izquierda que no se afincaba en ningún partido, porque su postura era demasiado independiente para encerrarse en las filas cerradas de un partido.
Pero el tiempo pasa y lo que fue una valiente postura, que muchos seguíamos, hoy es raro encontrar un pensamiento tan independiente como el suyo, y por eso tenía a gala autodenominarse "el último rojo".
Una vez que dábamos unas conferencias en la Universidad Autónoma de Barcelona, varios escritores de la revista Triunfo ya desaparecida, fuimos invitados con el fin de recordar a los alumnos lo que fue esta publicación. Allí Haro alardeaba de ser el último rojo, pero yo le respondí: "Querido Eduardo, no eres tú solo un rojo, tú lo eres ciertamente desde tu increencia, pero yo también lo soy desde mi creencia". Entonces él me contestó: "Te lo concedo si me haces un hueco en el cielo". Y yo le contesté: "En lo que yo pueda, concedido".
En las últimas encuestas que hizo Gironella a cien españoles sobre Dios, Haro contestó tajantemente que él no creía en Dios ni en la otra vida; pero al mismo tiempo dijo que admiraba el Evangelio por su mensaje humano y social, que procuraba hacerle caso en algún modo.
Y es curioso que en eso que le atraía nos unimos los dos, porque yo creyente tampoco creo en el Dios que define el catecismo católico que aprendimos de niños, porque creo que es solamente el impulso creador que mueve todo hacia delante, y a la larga hacia más y mejor; pero es indefinible, como pensó san Agustín, y sólo se encuentra en la fuerza de absoluto que nos mueve a ser morales, o a entregarse al arte, la justicia, o la ciencia, como pensaba Einstein en su famosa confesión llamada El poster de Einstein.
Yo conocí a Haro cuando era corresponsal en París del periódico vespertino Informaciones, donde yo empecé a escribir movido por el que nombraron subdirector de este diario, Manolo Cerezales, marido de mi amiga la novelista Carmen Laforet, cuando había recibido un importante premio por su novela Nada.
Escribía entonces Eduardo en este periódico carlista, pero contrario en el fondo a Franco, y en el cual yo publicaba los sábados una plana religiosa.
Y cuando cambió de dueños Informaciones, y pasó a manos más conservadoras, no le volví a ver hasta que pasados años se convirtió la revista Triunfo en un semanario social, cultural y político, crítico en lo que se podía, usando la forma hábil de escribir indirectamente, única posible entonces, para insinuar con palabras de doble sentido lo que queríamos criticar de la situación española: Haro escribiendo críticamente de lo que pasaba allende nuestras fronteras, y que el lector entendía que era lo que pasaba en España; y yo valiéndome de las citas de grandes escritores cristianos antiguos que la censura no se atrevía a borrar.
Era ésta una revista de cine que se había convertido en cultural y social.
Los primeros que empezamos a hacer la transformación, apoyados por su director Ezcurra, fuimos Eduardo Haro, Pepe Monleón y yo. Y más tarde fueron adscribiéndose Carandell y Vázquez Montalbán.
Al poco tiempo se convirtió Haro en subdirector de la revista, que miraba todo con lupa, para que no se desviara del nuevo rumbo adquirido por este semanario, que se hizo pronto con el público que estaba disgustado con el régimen franquista.
Desde posturas religiosas distintas siempre dejó pasar Haro mis artículos sin poner ningún inconveniente, salvo uno en el que hablaba yo de un movimiento suizo llamado Rearme Moral que, a pesar de la labor social que hacía un poco ingenuamente, criticaba totalmente al régimen comunista, y eso no le gustó a Haro; aunque nunca perteneció al partido comunista, pero sus ideas izquierdistas le impedían que se publicase ese ingenuo artículo mío, que tenía dos caras y a él no le gustaba nada una de ellas.
También hice buena amistad con su actual mujer, procurando protegerla de las reacciones de su madre cuando se enteró de que salía con Haro siendo una chiquilla.
Nos veíamos poco Haro y yo salvo en alguna presentación de algún libro, o en el homenaje que le preparó Iñaki Gabilondo en el Círculo de Bellas Artes. Y ahora siento que por razones familiares no me fue posible asistir al homenaje del teatro Español, como hubiera sido mi deseo.
Creo que ha sido un fallo de la Real Academia de la Lengua no haberle nombrado académico, dada la pluma que tenía y la maestría de su lenguaje; pero alguien me dijo que había un académico que había asegurado que mientras él estuviera en la Academia impediría que Haro fuese académico. Si "non e vero, e ben trovato".
Al final van desapareciendo escritores tan necesarios e incisivos como Eduardo Haro Tecglen.
Y así va de mal en peor la cultura y con ella la política.

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jueves, 20 de octubre de 2005

Haro, por Juan Cruz

Entre los diferentes retratos que hoy se han escrito sobre Eduardo Haro Tecglen, destaco aquí este artículo escrito por Juan Cruz en el diario El País.

Cuando el último día de junio de 2004 celebró con un grupo de amigos y celebridades sus 80 años, en un acto calurosísimo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, Eduardo Haro Tecglen era aún el periodista total que fue desde su adolescencia. Pero ya estaba herido por una melancolía que le convirtió, aun antes de llegar a aquella edad, en un escéptico que hizo de su columna diaria en EL PAÍS un manifiesto de la rabia de un rojo que se resistía a perder la guerra.

Eduardo Haro era madrileño; nació en Pozuelo de Alarcón en 1924 pero vivió siempre en el barrio de Chamberí, y durante los primeros años de su vida compartió calles y juegos con otro grande de su generación, Fernando Fernán-Gómez. Muchos años después, Eduardo Haro se decidió a escribir El niño republicano, acaso su mejor libro; entró en él con una reticencia propia del Haro huraño de los viejos tiempos, y salió de él purificado, y más querido aún por sus lectores, más reconciliado consigo mismo.

Recorrió España de cabo a rabo, contando aquella adolescencia con su madre por las calles de la República, en Madrid, pendiente de su padre, importante periodista de la época y condenado a muerte por el franquismo triunfante; finalmente, la pena le fue conmutada por 30 años de cárcel. De toda esa historia Haro salió rojo, y en los últimos años ese color ideológico fue el que le sirvió para identificarse.

El niño republicano fue el emblema con el que Haro se reivindicó a sí mismo ante la historia que él y su generación habían vivido. Fue su obra mayor, porque acaso en ella contó el tiempo más feliz de su vida, el que le dejó una huella más honda. Era el libro de un narrador. Pero él hizo periodismo de todo, y lo ejerció hasta el final. Dirigió durante 10 años un diario emblemático, España, de Tánger; entonces conoció a los grandes de la generación beat, desde Truman Capote a William Burroughs y Paul Bowles, y encontró en la vida cosmopolita la base de su horror a los nacionalismos y a las capillas. Fue corresponsal en París de Informaciones y trabajó en otros medios, donde siempre destacó por su rapidez y por su versatilidad.

De su experiencia internacional y de su curiosidad nació un Haro múltiple que ha pasado a la historia como uno de los dos grandes artífices de Triunfo, la revista que fundó y dirigió José Ángel Ezcurra. Haro Tecglen fue durante 20 años en Triunfo un hombre orquesta que asumió varias identidades y una sola personalidad, la del periodista que no quiere que nada escape a sus pasiones.

Cuando cerró Triunfo, se incorporó inmediatamente a EL PAÍS. Ya colaboraba como miembro del equipo editorial, e ingresó en el periódico también para ocuparse de la crítica teatral. Se distinguió por ocuparse del teatro en todas sus múltiples facetas y, del mismo modo que se ocupaba de los grandes espectáculos nacionales o internacionales, se adentraba en las salas alternativas, en las que su figura era esperada, temida o saludada como se percibió siempre la presencia de los críticos implacables.

En los últimos años añadió a esa dedicación su columna diaria, Visto / Oído. Por ahí han empezado muchos lectores a leer EL PAÍS cada día, y eso lo tenía Haro como un gran elogio.

Era un hombre alto, robusto; durante una época esa presencia física le hizo parecer lejano e incluso altanero; la aparición de El niño republicano le acercó más a la gente, en un periodo, además, en que ya su presencia era cotidiana y su escritura, sincopada, urgente, autocrítica -respondía al teléfono y decía: "Aquí, el pobre Haro"-, pasó a formar parte del imaginario imprescindible de muchos lectores de todas las generaciones.

Ese éxito que tuvo con el público, con ese libro y con sus apariciones diarias o semanales en la cadena SER, le convirtieron en un hombre muy popular. La vida, sin embargo, le estaba resultando sumamente esquiva. La muerte de cuatro de sus hijos fue, entre todos los golpes de su biografía, los más crueles, los más determinantes. "Eso es dolor perpetuo", nos dijo. Esa herida, y la sensación, que él hacía explícita, de que el mundo que se iba viviendo ya no era el suyo, se abalanzaron sobre su modo de ser, y ya en los últimos tiempos el Haro escéptico se hizo el dueño de todos los Haro que fuimos conociendo a lo largo del tiempo.

Tuvo todos los premios que uno pueda imaginar en el campo de la defensa de los derechos humanos; eran, decía él, "premios de rojo". Y escribió, también, libros de rojo: Fascismo, génesis y desarrollo, La guerra de Nueva York, Qué estafa, El hijo del siglo, Ser de izquierdas... o la conversación La buena memoria, en la que Diego Galán recogió las memorias de Haro y Fernán-Gómez.

En los últimos tiempos, acaso para vengarse del mundo, integró todos aquellos Haro de los mil seudónimos en uno solo, y el resultado han sido estas columnas que escribió en EL PAÍS: rabiosas, cáusticas, las columnas de un rojo que se resiste a perder la guerra.

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