Entre los diferentes retratos que hoy se han escrito sobre Eduardo Haro Tecglen, destaco aquí este artículo escrito por Juan Cruz en el diario El País.
Cuando el último día de junio de 2004 celebró con un grupo de amigos y celebridades sus 80 años, en un acto calurosísimo en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, Eduardo Haro Tecglen era aún el periodista total que fue desde su adolescencia. Pero ya estaba herido por una melancolía que le convirtió, aun antes de llegar a aquella edad, en un escéptico que hizo de su columna diaria en EL PAÍS un manifiesto de la rabia de un rojo que se resistía a perder la guerra.
Eduardo Haro era madrileño; nació en Pozuelo de Alarcón en 1924 pero vivió siempre en el barrio de Chamberí, y durante los primeros años de su vida compartió calles y juegos con otro grande de su generación, Fernando Fernán-Gómez. Muchos años después, Eduardo Haro se decidió a escribir El niño republicano, acaso su mejor libro; entró en él con una reticencia propia del Haro huraño de los viejos tiempos, y salió de él purificado, y más querido aún por sus lectores, más reconciliado consigo mismo.
Recorrió España de cabo a rabo, contando aquella adolescencia con su madre por las calles de la República, en Madrid, pendiente de su padre, importante periodista de la época y condenado a muerte por el franquismo triunfante; finalmente, la pena le fue conmutada por 30 años de cárcel. De toda esa historia Haro salió rojo, y en los últimos años ese color ideológico fue el que le sirvió para identificarse.
El niño republicano fue el emblema con el que Haro se reivindicó a sí mismo ante la historia que él y su generación habían vivido. Fue su obra mayor, porque acaso en ella contó el tiempo más feliz de su vida, el que le dejó una huella más honda. Era el libro de un narrador. Pero él hizo periodismo de todo, y lo ejerció hasta el final. Dirigió durante 10 años un diario emblemático, España, de Tánger; entonces conoció a los grandes de la generación beat, desde Truman Capote a William Burroughs y Paul Bowles, y encontró en la vida cosmopolita la base de su horror a los nacionalismos y a las capillas. Fue corresponsal en París de Informaciones y trabajó en otros medios, donde siempre destacó por su rapidez y por su versatilidad.
De su experiencia internacional y de su curiosidad nació un Haro múltiple que ha pasado a la historia como uno de los dos grandes artífices de Triunfo, la revista que fundó y dirigió José Ángel Ezcurra. Haro Tecglen fue durante 20 años en Triunfo un hombre orquesta que asumió varias identidades y una sola personalidad, la del periodista que no quiere que nada escape a sus pasiones.
Cuando cerró Triunfo, se incorporó inmediatamente a EL PAÍS. Ya colaboraba como miembro del equipo editorial, e ingresó en el periódico también para ocuparse de la crítica teatral. Se distinguió por ocuparse del teatro en todas sus múltiples facetas y, del mismo modo que se ocupaba de los grandes espectáculos nacionales o internacionales, se adentraba en las salas alternativas, en las que su figura era esperada, temida o saludada como se percibió siempre la presencia de los críticos implacables.
En los últimos años añadió a esa dedicación su columna diaria, Visto / Oído. Por ahí han empezado muchos lectores a leer EL PAÍS cada día, y eso lo tenía Haro como un gran elogio.
Era un hombre alto, robusto; durante una época esa presencia física le hizo parecer lejano e incluso altanero; la aparición de El niño republicano le acercó más a la gente, en un periodo, además, en que ya su presencia era cotidiana y su escritura, sincopada, urgente, autocrítica -respondía al teléfono y decía: "Aquí, el pobre Haro"-, pasó a formar parte del imaginario imprescindible de muchos lectores de todas las generaciones.
Ese éxito que tuvo con el público, con ese libro y con sus apariciones diarias o semanales en la cadena SER, le convirtieron en un hombre muy popular. La vida, sin embargo, le estaba resultando sumamente esquiva. La muerte de cuatro de sus hijos fue, entre todos los golpes de su biografía, los más crueles, los más determinantes. "Eso es dolor perpetuo", nos dijo. Esa herida, y la sensación, que él hacía explícita, de que el mundo que se iba viviendo ya no era el suyo, se abalanzaron sobre su modo de ser, y ya en los últimos tiempos el Haro escéptico se hizo el dueño de todos los Haro que fuimos conociendo a lo largo del tiempo.
Tuvo todos los premios que uno pueda imaginar en el campo de la defensa de los derechos humanos; eran, decía él, "premios de rojo". Y escribió, también, libros de rojo: Fascismo, génesis y desarrollo, La guerra de Nueva York, Qué estafa, El hijo del siglo, Ser de izquierdas... o la conversación La buena memoria, en la que Diego Galán recogió las memorias de Haro y Fernán-Gómez.
En los últimos tiempos, acaso para vengarse del mundo, integró todos aquellos Haro de los mil seudónimos en uno solo, y el resultado han sido estas columnas que escribió en EL PAÍS: rabiosas, cáusticas, las columnas de un rojo que se resiste a perder la guerra.
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